sábado, 1 de febrero de 2014

La brújula de la soledad - Febrero y Villanos (I)


CAPÍTULO 1. LA BRÚJULA DE LA SOLEDAD
Hay sonidos que evocan tiempos pasados; pero también hay otros que, nada más llegar al cerebro, se convierten en la banda sonora de un porvenir, a veces, insospechado. A Emilio las seis campanadas le avivaron las ganas de hablar con el párroco y retomar así una amistad que desde la última Epifanía estaba en stand by. Su decisión era más previsible que el movimiento de un Maneki-neko. Poco faltaba para su cuadragésimo cumpleaños, y le angustiaba la idea de volver a soplar las velas de la tarta sin pareja, sin hijos y sin empleo, sólo acompañado por el dolor que le seguía produciendo, desde hace dos décadas y media, la traumática ruptura con su ex. Entró a la iglesia, mojó los dedos en el agua bendita y se santiguó. La parroquia no era nada majestuosa, sino más bien modesta. La nave central equipada con un número infinito de bancos, repartidos en dos filas; enfrente, el presbiterio, con su sagrario tras el altar, con su pila bautismal a la izquierda y dos ambones. Al lado de la fuente bautismal, había una puerta, por la cual se accedería a la sacristía. Los catorce cuadros del Vía Crucis repartidos por las paredes. En la nave central, a la izquierda, el confesionario. Todo el mobiliario se encontraba bajo colosales vigas ornamentales de madera. “¡Qué paz se respira aquí!”, pensó Emilio. Lo cierto es que se sentía el sosiego con una nitidez abismal, pero también es cierto que, la situación de esa iglesia, comparada con sus cruzadas internas, podía resultar un remanso de paz, aunque ésta fuera, incluso, el escenario de una cruenta guerra civil.

En el confesionario. Allí estaba el sacerdote, atendiendo a una penitente devota. Esperó impaciente a que ésta se marchara. Ni dos, ni cinco, ni diez, ni quince, sino veinte minutos tuvo que esperar. Veinte eternos minutos. Se acercó al confesionario y se arrodilló.
- Ave María Purísima –dijo.
- Sin pecado concebida –respondió el sacerdote.
- Hace diecisiete años, tres meses, cuatro días y dos horas que no me confieso, padre. Desde entonces he pecado.
- ¡Demonios, qué ya son las seis! Y, yo que me iba a merendar… Con éste tengo para rato, hasta dentro de dos años no saldré de aquí… Y, encima para la Iglesia todo es pecado… -murmuró-.
- ¿Cómo dice, padre?
- ¿Emilio? ¿Eres tú? – reconoció su voz y corroboró sus sospechas al mirar por la celosía.
- Bueno, sí, soy yo. Me cansado de estar todo el día con mi padre, ya tiene más de setenta años y yo quiero vivir mi vida. Así que me he dicho: “Emilio, ¿por qué no buscas a don Francisco y vives con él, como antes?”. Dicho y hecho.
- No, imposible. Yo tengo que estar en la casa que me asignó la Iglesia; no puedo vivir en un piso de mala muerte y pasando hambre. Lo siento.
- ¡Por eso no te preocupes, hombre! ¡Hemos metido ya todos nuestros bártulos y nuestras cosillas en tu casa! ¡Queríamos darte una sorpresa!
- ¿Nuestros? ¿Queríamos? ¿Quiénes?
- Pues, ¿quiénes vamos a ser? Antonio y yo. Él se ha quedado ordenándolo todo –respondió sorprendido el soltero casi cuarentón.
- Que Dios perdone lo que voy a decir, pero en mi casa ni loco. ¡A la puta calle! Por encima de mi cadáver. “Si me queréis, irse”, como decía Lola Flores, la artista más grande que ha dado España. ¡Qué duende y qué desparpajo tenía!
- Pero, don Francisco…
- Ni peros, ni manzanos, ni leches… Además, esta noche duerme en mi casa un cura del pueblo de al lado y como se entere y se chive, me expulsan de la parroquia.

Aquella noche la casa del sacerdote fue testigo de las más grotescas escenas: Emilio y Antonio escondiéndose detrás de un sofá desarreglado, o dentro de un armario, o debajo de una mesa camilla alrededor de las faldas de tela, o en la despensa entre latas de conserva, paquetes de pasta y arroces, y de una tabla de planchar; y, por su parte, don Francisco controlando y previendo los pasos de Julián, el párroco invitado, y la de sus antiguos compañeros de piso. La coordinación de los cuatro fue admirable. Hasta las dos y media de la madrugada. Emilio y Antonio fueron, en paños menores, a la cocina a inspeccionar el frigorífico y a aliviar el hambre con sendos yogures y chocolate Nestlé. De pronto, enciende la luz el impertinente Julián y exclama: “Ladrones, ladrones. Francisco, llama a la policía que tenemos aquí a dos chorizos”. “No, hermano, nosotros también somos sacerdotes –improvisó Antonio-. Don Francisco nos ha invitado a pernoctar aquí, pues se nos ha roto el coche”. El anfitrión asintió y se retiró a su dormitorio. Con todo, el padre Julián a sus sesenta años no era fácil de engañar, así que inquirió.

Fuente: Morguefile
- Y, ¿cómo es que no os vi en el Congreso de Párrocos Españoles el jueves pasado?
- Sí fuimos, pero como éramos tantos, pues no nos viste –repentizó Antonio, el jubilado casi septuagenario y con un aturdimiento permanente desde que se divorció hace siete meses.
- ¿Tantos? Si sólo fuimos once.
- Once y Dios, que siempre nos acompaña, y si a eso le sumas el Espíritu Santo y Jesucristo, fuimos catorce –respondió sarcásticamente Emilio.
- ¡No blasfemes, vas a ir al infierno! Cálmate, Julián –se dijo a sí mismo-. Bueno, y ¿qué os pareció la discusión sobre la familia tradicional?
- ¡Magistral, padre! ¡Cuántas verdades dijo usted! Me contuve, que si no te hubiera aplaudido hasta que mis manos sangraran.
- ¡Cómo disfrutáis, so troleros! Ni hablamos de eso, ni fue ese día –les sorprendió el sacerdote invitado- . Además, si no dije ni una palabra… ¡Estaba afónico! 
Los dos impostores se quedaron petrificados, pero al alimón replicaron, no sin abandonar los titubeos que arribaron desde el segundo uno de su encontronazo. “Claro, claro, julay… Julián, quiero decir, Julián… Nos referíamos al jueves del calendario islámico y, sí hablaste, lo que pasa es que entraste en trance místico y el Santísimo hablo por ti. Fue un milagro.”

Ni calendarios musulmanes, ni trances místicos. Ni un retal más pudo enmendar los descosidos de aquella mentira. Con todo, un billete de cincuenta y dos de veinte remendaron el engaño, o mejor dicho, se convirtieron en un parche que aseguraría que Julián guardara silencio no como el discípulo honesto de Cristo que debía ser, sino como el fiel discípulo de don Dinero que era. Tras su marcha, los días venideros de Antonio y Emilio quedaron suspendidos de la voluntad de don Francisco. Su “sí” sería la antesala de un amistad que había vuelto para quedarse; mientras que su “no”, el pasaporte para acabar desperdigados por la comarca, guiados simplemente por la brújula trastornada de la soledad. 

PRÓXIMO CAPÍTULO: 2/1/2014 a las 16.00

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